23 de enero de 2011

Mar del Plata



Día 7


Unos amigos que están en Mar del Plata me invitan a pasar unos días. Ni bien despido a mi hermano y su familia, me preparo el bolso y camino a la terminal de Villa Gesell. Llego a la ventanilla y le pido un pasaje para salir en ese momento. El micro sale en diez minutos. Disfruto enormemente de no tener nada planificado y dejarse llevar por lo que va pasando. Dejar fluir. No sé por qué, rompo esa sensación comprando el boleto de regreso.
Llego a Mar del Plata. Los únicos recuerdos que tengo de la ciudad son de cuando era chica y en los días nublados íbamos a comprar pulóveres. Y recuerdo el fastidio con el que caminaba. Fastidio supongo porque me aburría. Pero ahora, claro, es diferente no hay ni una gota de aburrimiento, más bien todo lo contrario. Tengo ganas de conocer. Me da la bienvenida el mar a un costado. Ya no llueve, está nublado y hay solcito.
Mis amigos me buscan en una esquina donde para el micro y vamos al departamento. Después de un almuerzo reparador salimos a dar una vuelta. Y caminamos desde La Perla hasta Playa Grande por la rambla que está debajo. Me siento bien. Compramos pochoclos en un puesto en la calle pero están feos. No tienen rico gusto. Seguimos andando y me cuentan que no puedo irme de la ciudad sin comer churros en Manolo. Así que la cita es obligada con cafecito incluido. Me siento muy bien. Volvemos caminando por el barrio de Los Troncos. Hermosas casas, que me recuerdan alguna parte de la infancia. Llegamos a un centro comercial y damos unas vueltas. Después toca decidir qué hacemos a la noche. Mi amiga hace dos propuestas y yo digo que prefiero comer algo en el departamento y después salir a tomar algo en algún bar. Eso es lo que pretendemos hacer. Cenamos. Tomamos cerveza. Y quizá sea eso, o la caminata o la levantada temprano a las nueve de la mañana. El punto es que me muero de sueño y pido no salir. Nos dormimos.
A la mañana siguiente un nuevo plan. Ir a visitar el Puerto. Y hacia allá vamos en coche. En el auto escuchamos a Kevin Johansen y cuadraditos de luces se apoderan del techo. Los reflejos del sol en una bola espejada. Es lindo ver cómo se mueven las luces siempre para el mismo lado.
Llegamos. No hay olor a pescado. Miramos los barcos detenidos. Y a los pescadores en su trabajo diario. Y pensamos que loco es todo, que a nosotros nos parece ajeno y nos da la pasión de observar con los ojos de espectadores. Pero para ellos es su pura cotidianeidad. En uno de los barcos, el que parece el más suculento, comienzan a bajar los canastos con distintos tipos de pescados. Algunos más comunes que otros. Hasta que destapan un sector y tres tiburones yacen con los dientes filosos ensangrentados. Los sacan del barco y los dejan unos momentos en el suelo. Y los observo tan débiles, tan frágiles…

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